En relación con la impresión que tenemos hoy en día (22.1.2021) de una profunda transformación en el campo del audiovisual, lo que podemos observar cuando bajamos al detalle, es que esa transformación se mide en el desdoblamiento constante de nuevos tipos de pantallas, que llevan implícitas nuevas condiciones físicas y espaciales de visualización. Si resulta que el paradigma del audiovisual durante un siglo había sido el cine, con un visionado típico en la sala oscura, una sala de dimensiones variables (desde los grandes coliseos de la época dorada de Hollywood, hasta las pequeñísimas salas de cinefórum del cine experimental), pero, en cualquier caso, con pantalla única y una única programación. De ahí se pasó a las multisalas, con multipantallas y multiprogramación, en el momento en el que, a la competencia de la televisión, se sumó la de los videoclubs. Por otro lado, en el ámbito doméstico, implantada la pantalla de televisión, cuando se populariza el magnetoscopio y el videotape, se multiplican exponencialmente las oportunidades de representación del audiovisual. Desde ese momento, las pantallas no han parado de multiplicarse tanto en el hogar como fuera de él, un fenómeno favorecido igualmente por otros cambios tecnológicos. Si antes esas pantallas estaban iluminadas por una lampara interior que proyectaba la luz hacia el exterior, con una potencia que, con dificultades, permitía el visionado de la imagen si tenía que competir con la luz natural directa —por lo que al principio de la utilización del televisor los usuarios todavía intentaban reproducir en el espacio doméstico las condiciones ideales de la sala oscura—. Sin embargo, luego han aparecido las pantallas de plasma que permiten el visionado de la imagen en cualquier circunstancia; y las pantallas se han ido multiplicando. Un fenómeno que se ha visto desbordado con los teléfonos móviles inteligentes, con los que podemos acceder en todo momento y en cualquier circunstancia y lugar (ya sea el ámbito doméstico, o en el trabajo o incluso en el aseo público), a cualquier tipo de audiovisual.
En ese contexto, lo que empezó conociéndose como videoarte (el audiovisual ajeno a todo ese mundo, exhibido en una galería de arte), una especialidad a la que se ha añadido posteriormente, a consecuencia de una reflexión teórica sobre el medio, el documental de creación y, en los últimos tiempos, el cine artístico (que ya existía desde mucho antes ―concebido como tal desde los años sesenta del siglo pasado―, pero ahora se entiende que como tal cine artístico puede entrar en el museo y puede ser exhibido en las mismas condiciones que el videoarte). Todo ello ha configurado un ecosistema audiovisual con un perfil caracterizador propio, que ha encontrado, como medio más apropiado para un visionado en condiciones óptimas de disfrute, una sala oscura renacida enclavada en el espacio dedicado a las artes plásticas.
No parecía fácil que se pudiera llegar a esta conclusión, porque técnicamente no es necesaria la sala oscura, porque en la actualidad las pantallas de plasma ofrecen una luminiscencia suficiente para poder ser vistas incluso en condiciones lumínicas extremas (como ocurre por ejemplo con las pantallas OLED, cuya tecnología incorpora en cada pixel material orgánico auto luminiscente). Sin embargo, había otra cuestión que el museo o la galería de arte no habían resuelto, en relación con el visionado en condiciones óptimas de trabajos audiovisuales —el conjunto del ecosistema audiovisual que había accedido a esta institución (ya se trate de videoarte, documental de creación o cine artístico, incluido el cine ensayo)—. Nos estamos refiriendo al distinto tiempo de visionado de los audiovisuales en relación con otras imágenes que se ofrecen al público en estos espacios del arte. La recepción y el disfrute del audiovisual requiere de un tiempo, por mucho que se quiera acortar su duración, que rompe el ritmo de la visita al espacio de las artes plásticas, que por sus características y por una costumbre arraigada, se produce a un ritmo considerablemente rápido. Téngase en cuenta a este respecto que, en general, el público destina al visionado de cada una de esas imágenes plásticas cuanto apenas unos segundos, en algún caso poco más de un minuto. Por el contrario, el audiovisual requiere de más tiempo. En algún caso extremo, horas y horas ininterrumpidas, como ocurre, por ejemplo, con los trabajos de uno de los especialistas en cine artístico para el museo, como es Aleksandr Sokurov, cuya película Voces espirituales (1995) tiene una duración de 328 minutos, y ha sido exhibida en el MACBA junto con Confession (1998), 208 min 38 s, y Sueño del soldado (1995), 10 min 40 s. Con independencia de que haya quien piensa que este tipo de cine no ha sido hecho para ser visto desde el principio hasta el fin, sobre todo cuando se exhibe en el marco de un museo, sino que sería más bien una invitación a sumergirse en una atmósfera, y quizá ir deambulando de una sala a otra, ver fragmentos, abandonar la sala, volver; pero, esto no soluciona la cuestión de fondo: que, sea cual sea la manera en la que el público experimenta estos trabajos audiovisuales, el hecho es que se produce una ruptura en el ritmo de la visita cuando se comparte el espacio con las artes plásticas. En ese marco de reflexión fue cuando se produjo la incorporación de la sala oscura al contexto del cubo blanco hiperiluminado. Seguramente no tanto por requerimientos técnicos, que en realidad no los hay, como por una cuestión de adaptarse a un diferente ritmo de la visita, según se trate de audiovisuales o de artes plásticas.
La solución de la incorporación de una sala oscura en el contexto del cubo blanco, cuenta con un caso paradigmático como es la Salle 37 en el Palais de Tokio, Paris. La Salle 37 es una auténtica sala de cine incrustada en la estructura del gran centro de arte contemporáneo que es el Palais de Tokio. En sentido contrario, no se trata de un implante contemporáneo, ha estado ahí desde la construcción del Palais des Musees d’Art Modern (el nombre original) para la Exposición Internacional de 1937. Cuando entonces cerró el pabellón de la feria, después de la Exposición Internacional, esta sala de cine cayó en desuso [Posteriormente el edificio albergó la Cinémathèque française, pero esa es otra historia]. Fue recuperada en 2012 con ocasión de los trabajos en el subsuelo del centro de arte para incorporar nuevos espacios de exhibición al conjunto. En ese momento —terminados los trabajos de ampliación del Palais de Tokio en dirección al subsuelo—, fue cuando tuvimos oportunidad de disfrutar de la Salle 37, en el marco de la reapertura del Palais de Tokio con la Triennale “Intense Proximité”. Esta especie de “descubrimiento” de la Salle 37 no es casual, sino que responde a una necesidad compartida por muchos.
Salle 37, Palais de Tokio, Paris
El primer programa que se pudo ver en la Salle 37 del Palais de Tokio, en aquella ocasión memorable de la Triennale de 2012 (la última hasta la fecha), incluía: D’Est (1995), 1h 55m, de Chantal Akerman, un clásico del cine pensado para el museo (que aquí vuelve a reubicarse en una auténtica sala de cine); L’Hypothèse du Mokélé-Mbembé (2011), 78′, de Marie Voignier, un híbrido entre vídeo de creación y cine artístico; y Behind the Tin Sheets, presence (2012), 17’45’’, de Ekta Mittal y Yashashwini Raghunandan, que es la obra que se puede ver aquí en la pantalla (arriba). El programa resume, de una forma hábil, el ecosistema audiovisual que estaba a la búsqueda de las condiciones óptimas para su disfrute, y las encontró en el espacio más clásico: la sala de cine de los años treinta del siglo pasado, la que conoció el tránsito del blanco y negro al color, del mudo al sonoro, la que conoció la liberación sexual de las mujeres en las filas de atrás; aunque, con algunos cambios (el más llamativo: la desaparición de las típicas butacas atornilladas al suelo; aunque se ha incorporado algún banco mullido).
[Como habrá podido observar el lector atento, nada de lo que aquí se está contando tiene que ver con la presencia en los museos de arte moderno de salas de cine —en el sentido más tradicional de la expresión—, como ocurre en el MoMA de NY o en el Centre Pompidou en Paris, para ver cualquier tipo de película moderna].
Behind the Tin Sheets, presence (2012), Ekta Mittal y Yashashwini Raghunandan
En cuanto a Behind the Tin Sheets_Presence, se trata de una presentación de parte del material fílmico contenido en el archivo o trabajo en proceso Behin the Tin Sheets [Detrás de la Hojalata], que vienen realizando desde 2009 las directoras del proyecto Ekta Mittal y Yashashwini Raghunandan.
Lo más llamativo de Behind the Tin Sheets_Presence es el contraste entre lo que se ve y lo que se escucha. Por un lado, las imágenes retratan la vida de unos inmigrantes trabajando en la construcción de una línea de metro en Bangalore (India). Y lo que en principio parece un trabajo documental sobre sus condiciones de vida y su desarraigo, cuando empezamos a escuchar el audio se produce un desplazamiento que nos lleva a otro estado, porque se nos cuentan historias en primera persona que hablan de ensoñaciones, fantasmas e historias de amor.
Puede que se trate de una coincidencia, pero el trabajo de Ekta y Yashashwini nos remite directamente a “Kempinski” (2007), 13’58’’, de Neïl Beloufa, que realizó en Bamako (Mali) con tan solo 22 años. Aquí en España se pudo ver en 2010 en Murcia en el contexto de Manifesta 8, la Bienal Europea de Arte Contemporáneo. Ese mismo año “Kempinski” fue publicado en una recopilación de Lowave y Sparck (Espacio de investigación, creación y conocimiento panafricano) “In/Flux. Mediatrips from the African world #1”. Se trata de un trabajo realmente memorable, realizado con escasísimos medios.
«Kempinski» (2007), Neïl Beloufa
Volviendo al trabajo de Ekta y Yashashwini Behin the Tin Sheets [Detrás de la Hojalata], la presentación que se hizo en el Palais de Tokio, en la Salle 37, aquel verano de 2012, fue producida por la Triennale “Intense Proximité”. Del enorme archivo de imágenes que Ekta y Yashashwini han ido construyendo para el proyecto Behin the Tin Sheets, para aquella ocasión efectuaron una selección específica que llamaron “presence”. Se trata por tanto de una obra específica para ser mostrada en un marco concreto como es el de la Triennale y, muy probablemente, con conocimiento de que iba a ser exhibido en la Salle 37. Destacar estos hechos es relevante, porque las otras dos obras que componían el programa: L’Hypothèse du Mokélé-Mbembé (2011), 78′, de Marie Voignier y D’Est (1995), 1h 55m, de Chantal Akerman, se trata de producciones ya realizadas previamente a su exhibición en el Palais de Tokio, ambas muy diferentes, por lo que el encargo trataba de completar una trilogía, añadiendo a dos formas de hacer ya conocidas, una tercera diferente. El conjunto resultante es expresivo de eso que hemos identificado como el ecosistema audiovisual compuesto de videoarte, documental de creación, cine artístico y cine ensayo, que ha encontrado en una sala de cine abandonada de los años treinta del siglo pasado lo que parece ser el lugar más apropiado para su disfrute. La cuestión que queda en el aire es, si esta feliz combinación de imagen y espacio para su experimentación, serán capaces de generar esfera pública. Parece que algún mecanismo falta por activar.